Camilo se incorporó al ELN como guerrillero raso,
no tuvo ningún tipo de privilegio ni entrenamiento militar y confiaba en
obtener un fusil propio quitándoselo en combate a algún soldado.
En febrero de 1966, Valencia Tovar envió dos
baterías tras el rastro de una cuadrilla guerrillera recién detectada por la
inteligencia militar y el día 15 de ese
mes entraron en combate en Patio Cemento – Simacota Santander, con los rebeldes, de los cuales
murieron cuatro.
Un oficial le informó por radio sobre un
guerrillero “diferente” entre los muertos. “Tuve la certidumbre de que Camilo
había caído en el combate”, escribió el general. “En sus bolsillos se hallaron
cartas en otros idiomas… Era él”.
Para mayor certeza, Valencia Tovar le preguntó por
radio a un sargento que estaba al lado del muerto: “Sargento, escuche, ¿no tenía
una pipa en el bolsillo?”. La respuesta fue: “Sí, una pipa de fumar. Sí, mi
coronel. Aquí la tengo. Y una carterita con picadura”.
Valencia Tovar quiso tener más precisión: “¿tenía
la pipa una guarnición de plata, un anillo, hacia la mitad de la embocadura?”.
La voz del sargento no tenía dudas: “Sí, mi
coronel”.
Camilo Torres había muerto, a los 36 años de edad,
provisto apenas de un revólver que no sabía manejar, durante el primero y único
enfrentamiento armado en el que participó en toda su vida para tratar de
combinar la vocación cristiana que profesaba con la insurrección armada.
“Jamás hubiera deseado ese amargo final”, sostiene
el general y revela que en el mismo sitio del combate fueron sepultados los
guerrilleros porque así lo mandaba la ley. Pero tomó la precaución de poner a
Camilo en una fosa aparte, al lado de una enorme Ceiba. Ordenó que un topógrafo
levantara un plano del lugar y lo guardó en una caja fuerte de la Brigada.
“Para mí”,
explica el general “ese fue un mensaje muy claro de lo que yo, como militar,
que asumí íntegramente la responsabilidad de lo sucedido, debía hacer con el
cuerpo de Camilo: enterrarlo en un lugar secreto donde pudiera tener el
respeto, la quietud y la paz que merecía”.
Así que tres años después, acompañado de un médico
anatomista, regresó al sitio en donde estaban los restos, los sacó y los
depositó en donde “nadie podría nunca imaginarse”: el mausoleo de la Quinta
Brigada que el propio Valencia Tovar
construyó con ayuda de la comunidad para enterrar a los militares caídos en
combate.
“Allí reposó en paz, en el silencio de la muerte,
al lado de quienes habían sido sus adversarios. Lo hice a propósito. Más allá
de la vida, esta alegoría constituía una lección humana”, escribió el general. En
el año 2002, Fernando, el hermano de Camilo vino, de Estados Unidos, donde
vivía, buscó al general, le dijo que, al fin, estaba preparado para recoger los
despojos mortales de su hermano y, en secreto, los sacó del mausoleo en el que
habían permanecido 41 años.
Poco después, Fernando Torres murió y el rastro de
Camilo esta vez se perdió para siempre. Las 2 Orillas,
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